A lo largo del día, nos encontramos en situaciones en que uno está obligado a decidir. Ya sea agendar reuniones, confirmar comidas o escoger cómo volver a casa; se pueden plantear escenarios en que las decisiones son más fáciles o complicadas de tomar. Pero todo ese camino para llegar a un resultado final está sujeto a un proceso que tiene lugar en nuestra mente y en el que, en muchas ocasiones, entran en disputa la racionalidad y la emoción. Por eso nos preguntamos: ¿cómo se toman realmente las decisiones?
Hay muchas teorías sobre cómo decidir correctamente y sin que tenga lugar el arrepentimiento. Ejemplo de ello es la regla matemática del 37% de la doctora Hannah Fry que recomienda descartar 37 de las 100 opciones entre las que se duda y fijar un estándar como referencia; entre muchas otras teorías. La realidad es que ese proceso se puede realizar de manera rápida y reduciéndolo a dos campos: a las emociones y a la razón. Pero no es todo tan simple, hay muchos aspectos que tener en cuenta y de gran influencia.
Los aspectos que influyen a la hora de decidir
Hay varios aspectos que se deben tener en cuenta, sobre todo con la afectación a las emociones, a la hora de decidir. Uno de ellos es la sensación de incertidumbre a la que uno se enfrenta, en la que el riesgo puede tener un peso fundamental en el resultado. Esta es cambiante según el escenario y, por poner un ejemplo, no es lo mismo la trascendencia de escoger una película o qué línea de autobús tomar, a cambiar de puesto de trabajo o irse a vivir al extranjero. También hay cierta presión en puntos como el tiempo que uno tiene para tomar la decisión. Cuanto mayor sea, más posibilidades habrá de reflexionar largo y tendido y, en consecuencia, estar seguro del paso que vamos a tomar. Si este, en contraposición, es corto, la decisión estará sujeta a la improvisación y, en muchos de los casos, a las emociones. Algo que en muchos casos se pasa por alto y que puede ser definitorio para escoger la opción más correcta para uno.
Y es que la moral y todo lo que le está relacionado es otro de los aspectos que las personas tienen muy en cuenta a la hora de decidir. Entonces aparecen sentimientos como la empatía o la culpa, con el objetivo de que, evocándolos, nos sea más fácil dar un paso y se refuerce nuestra seguridad. Hacer lo que está bien es, en general, lo que siempre busca uno y, en muchas ocasiones, este dilema moral no existe y esto complica el proceso de decisión, pues no existe una opción considerada como “correcta”.
Es de especial mención que cada uno de nosotros cuenta con predisposiciones mentales, conocidas popularmente como sesgos cognitivos, que no dejan de ser condicionamientos que uno pone a los pensamientos y a la hora de reflexionar. Estas tienen un peso en oro a la hora de decidir y guardan estrecha relación con las diferentes experiencias que hemos vivido y, sobre todo, con las emociones que estas decisiones nos hayan podido causar.
En busca del tan deseado equilibrio
A nivel neurológico y científico las decisiones se toman en diferentes regiones del sistema nervioso. Concretamente, son dos de ellas las que tienen más importancia. La primera es la amígdala y sus redes neuronales, que es considerada como el sistema práctico, aquello que se activa con la intuición. La segunda, ubicada en el córtex prefrontal, activa el razonamiento y nuestro sistema analítico. Una combinación entre análisis e impulso. En otras palabras, para tomar una decisión en nuestra cabeza se busca ese equilibrio tan clásico entre la razón y la emoción. Aunque en muchas ocasiones parece que este segundo aspecto aventaja al primero, todo depende de cómo sea esa persona, aunque en el fondo es inevitable que no condicione una decisión por muy poco trascendental que esta sea. Es un debate interno que se produce constantemente y que, en ocasiones, se lleva a cabo en cuestión de segundos.
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